Todo
está en la ceniza venerada.
Sor Juana Inés de la Cruz.
–Cuéntame
otra vez la historia de Java, Jirian, y la de ese templo que estuvo cerrado
durante cientos de años, el que llaman Borobudur, porque era un templo maldito ¿no?,
y la historia del volcán Krakatoa y de su hijo Anak Krakatau, y háblame también
de la historia de Surabaya, la ciudad de los héroes, donde vivisteis antes de
volver a París, la ciudad de la Luz, y...
–¿Y
la historia de mi violación?, cuando mi buen Bran me salvó de aquellos tres
desalmados en un callejón de París.
–¿Estás
segura de que no fue un sueño?
–¡Cómo
quieres que te cuente todas las historias si no me crees en lo que para mí es...!
–¿Lo
más importante? Está bien -sonríe condescendiente-, empieza por el principio.
Jirian,
se puso seria de repente, miró profundamente a Henry y comenzó:
“Estas
islas que puedes ver por la ventanilla, hay quien asegura que hay más de cien
mil, y cada una tiene su propia leyenda, aquella más lejana sobre el horizonte
es Biak, de la que cogió mi padre su nombre artístico; ahora todo el mundo
conoce al gran Jerôme Biak, pero quién recuerda el nombre de mi abuelo, se
llamaba Van der..., bueno qué importa, seguramente fue descendiente de los
primeros colonos holandeses que arrebataron en 1743 sus posesiones al decadente
sultanato de Mataram...”
Jirian
se acurruca entre los brazos de Henry Joulot. Se duerme, aunque en su sueño
inquieto se agitan historias de tragedias, volcanes, tsunamis, terremotos y la
más reciente, las muertes de su madre Mireille en un atraco bancario y la de su
querido Bran; una muerte, la primera, que se pudo evitar, y la segunda de una
venganza cumplida...
El
comandante del avión, un Airbus 319, de la Compañía Mandala Airlines, con
capacidad para 124 pasajeros en 1ª clase, que hace la ruta Amsterdam-Yakarta en
21 horas, con escala intermedia en Abu Dhabi, le dice a la azafata que ponga
una música suave al sobrevolar la isla de Sumatra, media hora después llegan a
Java, y una hora después está tomando té en el aeropuerto Sukarno junto a una
preciosa mulata.
Cuando
llegan al aeropuerto toman un taxi, conducido por un asiático siempre
sonriente; Jirian llama desde su móvil a su padre, y como no responde le deja
un mensaje grabado en el buzón de voz:
–Estamos
en Yakarta papá, hemos llegado bien; echaba de menos el caos y el ruido de esta
ciudad. Te llamaré cuando volvamos a París, te quiero papá.
Tienen
una habitación reservada en el Hotel Millenium. Al día siguiente alquilan un coche
con chófer, que les lleva hasta el templo de Borobudur, destino de las cenizas
de Bran.
El
Lama, un anciano vestido con una túnica de color naranja les recibe en el
noveno estadio del enorme mandala que es el monasterio de Borobudur; rodeado de
su séquito: una veintena de monjes vestidos con una túnica negra, ascienden el último
tramo de escalones, hasta llegar al tercer nivel de abstracción, Arupadhatu, el
de la ausencia de forma.
El
Lama recibe de manos de Jirian la pequeña urna con forma de Buda que contiene
los restos de Bran.
Reverencia
tras reverencia les precede hasta una sala donde se sientan alrededor de un círculo
lleno de velas; los veinte acólitos encienden cada una de las 1200 velas, cuyas
volutas con la mezcla de los olores de parafina y de remolinos de variantes de
inciensos enrarecen la atmósfera, otra forma de smog, smog en la ciudad, smog
en el templo, y todo por llegar al nirvana: “om mani padme hum[1]”, salmodian los monjes,
“om namah shivaia[2]” contesta el Lama.
Al
terminar la ceremonia mientras el Lama y Henry dan un paseo, Jirian juega con
los niños en un pequeño jardín, donde se les ve felices riendo y alborotando
con sus voces la paz de aquel lugar.
–Santidad
-le dice Henry al Lama-, nuestro amigo Bran, nos dejó este anillo, ¿qué
significado tiene?
–Cuando
Bran era un niño, llegó a este Monasterio y se le ofrecieron tres objetos, un
reloj de plata, un puñal de madera y este anillo de jade. Él eligió el “Keretarau”,
el Ojo que todo lo ve, literalmente el Ojo que ve la muerte. Estuvo toda su
vida aprendiendo lo que la mente puede vislumbrar, lejos del aspecto físico de
una persona, él intuía el comportamiento de los que le rodeaban. No conocía el
futuro, si es eso lo que te preocupa.
–Maestro,
tengo que devolveros este objeto -le dice desprendiéndose del anillo que lleva
sujeto al cuello.
–Oh,
no -dijo el monje-, es simplemente un objeto, un juguete.
–¿No
tiene valor?
–Claro
que sí, sí lo tiene, pero solo para vos, está impregnado del espíritu de Bran. Realmente
deberéis consultar con el “Keretarau” cuando lo necesitéis.
–Será
un honor, Maestro -le dice al tiempo que se inclina en una reverencia de reconocimiento a su sabiduría.
–Y
también una pesada carga -le contesta haciendo una señal sobre la frente como
si le diera la bendición.
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